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LA EDAD DE LA INOCENCIA

Cuando era pequeña, el miércoles de ceniza era un día muy importante para mí. No porque con él se daba inicio a la cuaresma, una celebración católica muy importante, sino porque tenía para mis amigos y para mí, una connotación social-infantil tácita, muy importante. El miércoles de ceniza durante los primeros años en el colegio, era la vara con la que se medía quién era quién en mi infantil medio social.

Se dice que cuando se es niño, se actúa bajo los mandatos de la inocencia, la ingenuidad y la candidez, lo que no aleja al niño de su carácter humano. Así que incluso cuando somos niños sabemos que hay niños que son mejores que otros niños. Cuando se es grande, la cosa es sencilla, la sociedad juzga a través de unos parámetros bien conocidos, tales como cuánto éxito profesional o social se tiene, cuánto dinero se ha amasado, cuán atractivo resulta uno a los demás, cuán carismático, etc., etc., etc.. Cuando se es niño, bajo esos esquemas de inocencia que mencioné anteriormente, los parámetros son bastante diferentes.
Durante mi tierna infancia, la lucha social por saber quién era el mejor se batía en el campo de la religiosidad y de la santidad. Es decir, cuando yo era chiquita, mis compañeros de colegio y yo, competíamos por quién era más santo.

Yo, como producto de un país absolutamente católico, anteriormente consagrado al Sagrado Corazón de Jesús, (tengo que volver al punto de cómo Colombia se fue pal´ carajo luego de haberse desconsagrado al mismo), me crié en un colegio donde la materia de religión era obligatoria y que para colmo de males, se dictaba todos los lunes. Digo que para colmo de males, porque durante todo el año, Vicente mi profesor de religión, comenzaba la clase del lunes preguntando de qué hablaba el evangelio el día anterior. El que no había ido a la misa, obviamente estaba en desventaja frente al resto de la clase, y era una gran humillación encontrarse en la mira del profesor el día que justo uno no había ido a misa.  Las mirada decepcionada de Vicente, ante el vergonzoso y sonrojado “Ayer no pude ir a misa”, era desgarradora.

Yo me acuerdo que no faltaba el lambón que se traía el volante que reparten en la misa con los salmos del día, que demostraba su efectiva asistencia a la misma y el recelo con que lo guardaba cuando uno lo pedía prestado para medio enterarse de qué había tratado el evangelio del día anterior. Esa era la época en que uno le rogaba a los papás que lo llevaran a misa, para no sufrir el lunes.

Estas eran las batallas parciales o eliminatorias que librábamos durante el año, pero el culmen de la competencia, el mundialito de nuestras vidas ocurría el miércoles de ceniza. Bueno, en realidad empezaba el miércoles de ceniza y terminaba, en ocasiones, incluso un par de días después. Cuando yo era niña, la prueba de las pruebas que marcaba el nivel de santidad en mi círculo social, era la santa cruz en ceniza que nos ponían en la frente. Esto era una cosa seria, porque como en las competencias de patinaje en el hielo, cada detalle contaba. Debo aclarar que aunque esta competencia era tácita y nadie se declaraba vencedor, todos sabíamos al final de la semana, quién había ganado.

Las cosas que se calificaban eran a grandes rasgos: 1. La claridad de la cruz: Esto era vital, la cruz debía quedar perfectamente marcada en la frente, si a uno le quedaba un punto amorfo, estaba cagado, era como quedar por fuera de la competencia desde el principio. Sin embargo, no todo estaba perdido. Si el punto amorfo era de larga duración, todavía se podía salvar la situación y coronarse ganador. 2. Nivel de opacidad: El problema con la ceniza es que recién puesta es muy negra, pero al secarse tiende a tornarse grisácea, clara. Si uno lograba tener una cruz nítida y más oscura que la de los demás, era probablemente porque era más santo que los otros y estaba más cerca de coronarse vencedor. 3. Duración: El tema de la duración marcaba la diferencia en la competencia, porque al final del día, esta competencia la ganaba el que tuviera la cruz por más tiempo (fuera nítida o fuera amorfa). Y no estamos hablando de a quién le duraba más durante las clases, estamos hablando de quién lograba conservar por más tiempo la cruz en la frente sin que se le borrara. Si el jueves la cruz seguía intacta, uno era un duro contendor, y el que llegaba hasta el viernes con la misma en la frente… era un berraco, era el consentido de Dios, y el que lograba eso, se ganaba la admiración de los demás.

Vencer en esta prueba no era fácil, había que luchar contra muchas cosas, las mamás, el tipo de piel, la ducha, las ganas de jugar, la almohada, entre otras. Las mamás era el primer obstáculo que había que vencer. Convencerlas de que no le limpiaran a uno la cruz, que esa se tenía que caer sola, era complicado. Claro, ninguna mamá quiere ver a su hijo salir de la casa con un pegote de barro en la frente.

El tipo de piel, otro enemigo de la santidad infantil, también podía jugar en contra. Uno podía tener la fortuna de que le pusieran una cruz clara y nítida, pero si gozaba de piel con tendencia grasosa, o si tenía los poros muy abiertos, o si sufría de extrema sudoración, uno estaba jodido, la cruz tendía a desaparecer hacia la hora del recreo del mismo miércoles, y perdida la cruz, perdida la partida.

A la ducha también había que hacerle el quite. Yo me acuerdo las peripecias que yo hacía para que el agua no me cayera en la cara, porque yo protegía esa cruz a capa y espada. Usaba el gorro de baño de mi mamá, o abría la ducha muy poquito para que no saliera mucha agua y pudiera controlar la caída de la misma. Y durante varios años logré llegar hasta el jueves con mi cruz intacta, una vez creo que incluso el viernes aún tenía vestigios de la misma.

Las ganas de jugar también había que controlarlas. No era raro que durante el miércoles de ceniza no se vieran muchos niños corriendo y sudando por los parques del colegio, y en casa, uno mantenía los movimientos al mínimo, las manos retiradas de la frente y eso también era complicado, porque la ceniza en la cara rasca!!!

Pero al final del día, todo lo valía. El oír a los compañeros el jueves decirle a uno con cierta envidia, “todavía tienes la cruz”, valía todas las peripecias y sacrificios. Ver sus miradas de admiración y aprobación compensaba todas las faltadas a misa del año y hasta excusaba las mismas. Conservar la cruz nos hacía populares.

Es extraño, pero aún sabiendo lo que estaba en juego, yo nunca llegué a hacer trampa y no creo que ninguno nunca la hubiera hecho. Nuestra competencia era limpia, y ganaba sin lugar a dudas el más santo, todos lo aceptábamos y continuábamos rezando y yendo a misa los domingos para hacer más méritos y con suerte coronarnos como los más santos el siguiente año.

2 comentarios:

H.G. dijo...

Jajaja tenía tiempo que no entraba por aquí (ni por ningún blog). Muy refrescante leerte de nuevo. Un abrazo Diana, Presidenta honoraria del club de los que no pueden dormir ;)

Marcelo Van Gerven dijo...

Muy interesante tu articulo, me hiciste recordar viejos tiempos, cuando estaba en el Católicismo.

Al final, lo que cuenta es lo que se lleva en el corazón, dejamos a un lado ese niño inocente que hay en cada uno de nosotros, y la única forma de regresar a esos días es por medio de la vida en CRISTO, es una pena que la Cruz en la frente ahora de grandes, no funcione para eso, pues solo es un símbolo y CRISTO es màs que una cruz en la frente, porque ahora debemos llevarla en el Corazón.

Bendiciones,

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